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Apetito espiritual



Vivimos rodeados de invitaciones al placer de los sentidos. Nunca en la historia de la humanidad había sido más fácil y rápido tener acceso a diferentes tipos de entretenimiento como lo tenemos en la actualidad. Basta con mover tu dedo a lo largo de alguna red social (scrolling) para encontrar una variedad casi infinita de productos y servicios, los cuales de una u otra forma provocan en nosotros el apetito por poseer y disfrutar de dichos ofrecimientos. Afortunadamente, también podemos encontrar invitaciones a placeres intelectuales como los libros, el arte y la tecnología, entre otros.


Además, uno de los temas más importantes y con mayor publicidad en las redes sociales hoy en día es la nutrición. Existen toda clase de dietas, métodos y sistemas que prometen darte el peso justo para tu bienestar físico. Así como todas las recomendaciones, a veces ofreciendo resultados un tanto mágicos. Por otra parte, tenemos un inmenso mundo de recetas explicadas magistralmente, con fotografías que producen inmediatamente un aumento considerable de la salivación; además de despertar en el que lo ve esos antojos de comer. Así como la diversidad de restaurantes que nos seducen a degustar sus exquisitos platos.


Por todas partes somos invitados a satisfacer el hambre de nuestros sentidos; pero, qué sucede con el hambre espiritual. En muchos países del mundo las más hermosas catedrales e iglesias de diversos tamaños se están convirtiendo en museos. Ese ejercicio espiritual de asistir a la iglesia los domingos, cada vez más está dejando de formar parte de la familia en la sociedad actual. Se hacen todo tipo de planes de asistir a diferentes sitios de entretenimiento; sin embargo, muchas iglesias se encuentran vacías o con numerosos lugares vacíos. 


¿Será que a esta altura del siglo XXI el ser humano ha perdido esa hambre espiritual que ha existido desde tiempos inmemoriales? Pienso que no, precisamente la inmensa oferta que existe hoy en día en todas las áreas del quehacer humano es precisamente el producto de la búsqueda de aquello que pueda saciar nuestras almas sedientas. Además, pareciera que todo este deseo de cambiar lo que la naturaleza ha establecido, desde la autoría del Creador, se relaciona directamente con la insatisfacción en la que se halla la humanidad.


Y hablando sobre hambre, sobre apetito, el apóstol Juan nos relata que un buen día los discípulos de Jesús regresaban con las manos llenas, cargados de comida que habían ido a comprar para todos; entonces, le dijeron: Maestro, come algo. A lo que Jesús les contestó: Tengo algo que comer de lo cual Ustedes no saben nada. Entonces, se preguntaron entre ellos si alguien le había traído comida. Y Jesús les dijo: "Mi comida es hacer la voluntad de quien me envió y terminar su trabajo”. Juan 4:31-34.


Sin duda, que esta respuesta de Jesús tomó a los discípulos por sorpresa; pues ellos acostumbraban a comer juntos y la comida era algo de lo cual Jesús siempre se ocupaba; siempre, quería que todos estuvieran saciados, que no pasaran hambre, y muchas veces hizo milagros para proveer para todos. ¿De qué estaba hablando el Maestro, entonces? Ciertamente, Jesús estaba hablando de una comida que ellos desconocían y por consiguiente, de un tipo de hambre que ellos no podían explicar.


No hay una necesidad más imperativa en cualquier ser humano que la necesidad de saciar el hambre y la sed. Son necesidades básicas que nos permiten literalmente, subsistir en este mundo. Después de varios días sin comer o tomar agua, inexorablemente el ser humano se depaupera y muere. Cuando sentimos hambre es algo que nos urge, que nos impele a buscar la manera de satisfacer esas necesidades biológicas. 


Pienso que ese era el sentido que Jesús quería mostrarle a sus discípulos, haciéndoles ver que de la misma manera que tenemos hambre física, Él tenía esa hambre espiritual de hacer la voluntad de Dios. Esa era su necesidad más profunda, la razón de su existir. Por esa razón, Él aprovechó la ocasión de la comida para expresarles que el hacer la voluntad de Dios y trabajar para Él era su comida. Era la manera de saciar su hambre espiritual.


Tenemos muchas clases de apetitos: tenemos apetito por la comida, por diferentes tipos de bebidas, tenemos apetito por relaciones interpersonales que llenen la necesidad de ser escuchados, valorados y amados. Tenemos apetitos por diversas experiencias, por cosas materiales, por conocimiento; en fin, la lista es innumerable. Y aunque muchas veces no sepamos cómo definirlo, también tenemos apetito espiritual. Tenemos hambre y sed de Dios; de conocerlo, de saber más acerca de los misterios que han rodeado por siglos de siglos la idea, el concepto, la persona de Dios.


Es bueno hacer una introspección, buscar cuáles son nuestros apetitos, darles nombre propio; es un recorrido necesario para cada ser humano. En esa búsqueda encontrarás que tienes hambre “de un no se qué”; que deseas encontrar algo o alguien que pueda saciar esa inmensa necesidad que hay en tu ser interior. Por experiencia propia puedo aseverar que cuando te das cuenta que tienes hambre de Dios, de su amor, de su protección y le declaras a Él, ese apetito, esa necesidad, la respuesta comienza a mostrarse. Suceden eventos inexplicables en tu vida, te llenas de un inmenso sentimiento que embarga todo tu ser y quieres seguir comiendo esa comida y bebiendo de esa fuente.


“Yo soy el pan de vida —declaró Jesús—. El que a mí viene nunca pasará hambre y el que en mí cree nunca más volverá a tener sed”. Juan 6:35.





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