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EL BESO DE LOS ÁNGELES.



Era un día muy triste, una multitud iba detrás de aquella cruz que cargaba aquel hombre que les había bendecido la vida con su bondad. Muchas mujeres lloraban y se lamentaban por él, eso lo dicen las Sagradas escrituras; se me antoja pensar que también muchos hombres igualmente lo lloraban, en silencio. Porque él había sido justo, amoroso y servicial con todos, hombres y mujeres, ancianos y niños. Con todas las razas y con todos los sufridos de diversos males. 


¿Cómo podía ser verdad tanta maldad? ¿Cómo podían maltratar de tal manera a quien había sanado enfermos, abierto los ojos de los ciegos, hecho caminar a paralíticos, enjugado lágrimas de madres y padres que habían perdido a sus hijos. ¿Cómo podían  maltratar de tal manera a quien había dado de comer a tantos hambrientos? A quien les había dado también el maná celestial hablándoles palabras de vida que les habían guardado los corazones de la angustia. ¿Por qué habiendo tantos malhechores toda la culpa había sido puesta sobre sus hombros?


Con Jesús también llevaban a otros dos, quienes eran realmente malhechores. A estos dos también iban a ejecutarlos. Al llegar al lugar llamado la Calavera pusieron a cado uno de estos hombres a su lado. Uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús. A sus pies los soldados echaban suerte para repartirse sus ropas, los gobernantes decían: _ Si verdaderamente es el escogido de Dios, el Cristo, que se salve a sí mismo. Sobre su cabeza colgaba un epígrafe que en letras griegas, latinas y hebreas decía: “Este es el rey de los judíos”. 


Era una escena aterradora, nadie hubiera querido jamás ocupar el lugar de aquellos tres colgados de las cruces. Parecían iguales, estaban pagando la misma condena; pero, en realidad, eran muy diferentes. La cruz de cada uno tenía un significado distinto. Uno de los dos que estaban a los lados de la Cruz de la Salvación insultaba a Jesús diciéndole: “_Si tú eres el Cristo, ¡sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” Sin embargo, el otro que colgaba del otro lado, el que era igual, porque todos somos pecadores, pero era diferente, porque reconocía su condición; ese le contestó: “_ ¿Ni siquiera ahora, que sufres la misma condena, temes a Dios? Lo que nosotros ahora padecemos es justo, porque estamos recibiendo lo que merecían nuestros hechos, pero éste no cometió ningún crimen.


Una verdad demasiado contundente para cualquier argumento. Un golpe bajo a la soberbia que se enseñorea de las almas y las eleva a una superioridad muy frágil. Solo hubo silencio como respuesta, tanto de Jesús como de aquel que había osado retar a su propio salvador. A veces somos tan ciegos para percibir el amor. A veces somos tan sordos para escuchar la voz que insistentemente nos habla en nuestro interior.


Pero este otro hombre había percibido el amor. Ante sus ojos había caído la incredulidad como velos. Al ver a Jesús había sido expuesta toda su verdad, la verdad de su miserable condición humana. Quizá recordó las escrituras que tantas veces había escuchado repetir. Quizá escuchó la voz temblorosa de un moribundo, en medio del dolor ocasionado por aquellos latigazos dados sin compasión y sin vergüenza: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Entonces, tuvo temor de la muerte inminente. Quizá se preguntó sobre la vida después de la vida. Quizá tuvo pánico de la oscuridad del desconocido más allá. Entonces, mirando al Maestro le dijo: “_Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.


Y aquel que les había enseñado a orar pidiendo: “Venga a nosotros tu reino”… le contestó: “_De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Fueron quizá instantes, segundos eternos, menos que minutos los que transcurrieron para que los tres hombres colgados de aquellas tres cruces se quedaran sin aliento. Muchos misterios que no conocemos, muchas verdades que permanecerán ocultas hasta que, ante la muerte, nos sean desveladas. 


A veces el transitar hacia la muerte se convierte en el camino de nuestra Salvación. No entendemos el misterio de redención que existe en el sufrimiento. Es quizá el último recurso de Dios para atraernos a su presencia. Y aquel malhechor en la cruz, al lado de Jesús, comprendió que estaba ante su Salvación. No podía seguir perseverando en su soberbia, no podía continuar endureciendo su corazón, se encontraba mirando ante sí la vida y la muerte. Debía escoger y esta vez no podía volver a equivocarse, no podía darle la espalda a Aquel que le revelaba su gran e infinito Amor.


Ese mismo día, ese hoy, aquel hombre tuvo la valentía de la humildad, arrebató el Cielo y al entrar al paraíso recibió el beso de los ángeles. El beso que reciben aquellos que dan gloria y honor al que vive para siempre.


“Solo tú eres el SEÑOR; tú hiciste los cielos, los cielos de los cielos y todo su ejército, la tierra y todo lo que hay en ella, los mares y todo lo que en ellos hay. Tú sostienes con vida a todos; los ejércitos de los cielos te adoran”. Nehemías 9:6. 

“El Señor mandará sus ángeles a ti, para que te cuiden en todos tus caminos. Ellos te llevarán en sus brazos, y no tropezarán tus pies con ninguna piedra”. Salmo 91:11-12.

Rosalía Moros de Borregales.


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