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DALE LA MANO A LA ESPERANZA.



Constantemente somos bombardeados con toda clase de información, las noticias de mayor prevalencia son de índole negativa, pues exaltan la violencia y la desgracia que imperan en el mundo. Ante tal panorama, la perspectiva de un futuro de bien se va oscureciendo ante nuestra vista. Sin darnos cuenta, todos vamos reaccionando ante tal tsunami, y de una u otra forma terminamos perdiendo la esperanza.


En su etimología interviene el latín sperare, que significa simplemente esperar. Pero este esperar va mucho más allá del acto de la espera en el tiempo que marca el movimiento de las agujas del reloj. Implica una necesidad ontológica; es decir, una necesidad del ser. Una necesidad intrínseca del ser de ser optimista ante la incertidumbre que encierra el tiempo que no hemos alcanzado, el futuro.


Desde el punto de vista de la filosofía, Sócrates concibió la esperanza como la simple espera en el presente, de un tiempo por venir, del cual tenemos un conocimiento limitado, una pre-visión. Desde el punto de vista cristiano-religioso es llamada una virtud teologal dentro del trío de las virtudes precristianas: Emuna que se convirtió en “fe” para los cristianos. La Caridad que dejó de ser el Eros y se convirtió en el “agape”. Y finalmente, la futurología que se convirtió en el “adviento y en la parousía”; es decir, la llegada, la presencia de Dios en medio de nosotros.


En hebreo la palabra usada tikvá se refiere a un anhelo del ser asociado en su relación con Dios. No se refiere al optimismo o confianza en un evento en el futuro; expresa confianza en la fuerza divina, Dios. Viene de la raíz hebrea Kavah que significa estar unido por medio de una cuerda, con la finalidad de asirse de algo, de recolectar algo. Desde la concepción cristiana practica, la esperanza en la cotidianidad, se refiere a la virtud que nos capacita el día de hoy, en el presente, para tener confianza en Dios para el día desconocido, el mañana. 


Cuando se posee esta virtud, el corazón tiene paz en medio de la adversidad, y la fe alimenta el pensamiento para vencer los obstáculos, para esperar siempre un final bendito, aunque no sea o se parezca al que fabricamos en nuestra mente. Entonces, el concepto de esperanza no se asemeja a esa pintura abstracta cuyo mensaje se nos hace imposible descifrar. Por el contrario, se convierte en certeza en nuestro ser interior, nos produce una sensación de tranquilidad, de sosiego, difícil de describir. Aunque me encanta la manera como la describió el apóstol Pablo: “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús”. Filpenses 4:7.


En el mundo somos prisioneros de las preocupaciones, de la duda, del miedo, de la mentira y de la incertidumbre, los cuales se traducen en angustia. La angustia es un monstruo que va ganando terreno en nuestro ser lentamente, esclavizándonos a una vida de tristeza y amargura. Sin embargo, cuando esperamos en Dios, el verbo esperar adquiere otra dimensión: nos insta a perseverar en la visión que tenemos del futuro, nos permite conocer nuestras posibilidades y trabajar en ellas. Al mismo tiempo, nos revela nuestras limitaciones, pero nos da la capacidad para no hacer de ellas barreras o murallas que nos impidan seguir adelante. 


Más bien, nos da la oportunidad de ver el poder de Dios obrando donde nuestra humanidad no alcanza. La esperanza del hombre cuya vida se fundamenta en los principios cristianos, le permite saber que la imposibilidad del hombre es la oportunidad de Dios para hacer Sus milagros. Sabiendo que el primero y más importante de todos los milagros es el que se lleva a cabo en nuestro corazón, el que nos permite ver la luz en medio de la oscuridad, estar en paz en medio de la guerra; saber que el juicio y el perdón vienen del Altísimo, de cuya mano nadie podrá escapar.


Una de las porciones de las Sagradas Escrituras que más me ha impactado a lo largo de mi vida es la de Isaías 9:6 donde se expresan los diferentes calificativos del Mesías. Todos describen la grandeza y magnificencia de Dios: Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. En particular me llena profundamente pensar en El como el Príncipe de Paz; creo que nos muestra ese lado profundamente humano del Cristo que caminó las calles de Galilea, el que estuvo en contacto con el hombre en sus más profundas angustias.


Como la de aquel padre impotente ante su hijo atormentado, como la de la mujer sin fuerzas, por el flujo de sangre, como la de la perpetua oscuridad de los ojos de Bartimeo. O como la de aquella mujer a quien no le importaba recibir aunque fueran las migajas que caían de la mesa con tal de ver a su hija liberada, como la de la mujer adúltera a punto de ser apedreada, como la del centurión romano cuyo apreciado siervo estaba gravemente enfermo. 


Todos ellos eran prisioneros, estaban encarcelados en la angustia de sus almas, afligidos por el dolor, el tormento y la enfermedad; pero, cuando oyeron de Jesús la esperanza se encendió en su ser interior. Entonces, dejaron de ser prisioneros de su angustia y se hicieron cautivos de la esperanza que los condujo a buscar lo que anhelaban. Hicieron su parte, su posibilidad, y Dios hizo la suya, dándoles lo que tanto habían esperado. De la misma manera, hoy muchos somos prisioneros de emociones, sentimientos, enfermedad y circunstancias que parecen habernos robado el futuro.


La razón es que le hemos soltado la mano a la esperanza, le hemos soltado la mano a Dios.


“Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de ustedes, dice el Señor, pensamientos de paz, y no de mal, para darles el fin que esperan”.

Jeremías 29:11.


Rosalía Moros de Borregales

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