UN VESTIDO NUEVO
Constantemente estoy pensando, meditando
acerca de los valores que necesitamos como sociedad para ser restaurados y
transformados. Aunque ahora nos encontremos inmersos en una situación cuya
definición exceda los límites de nuestra capacidad de asombro, llegará para los
venezolanos un nuevo amanecer y tendremos que reconstruir no solo las
estructuras físicas de nuestro país, sino que será imperativa la reconstrucción
de una consciencia nacional forjada en las virtudes universales.
Una de ellas destaca de manera
excepcional en nuestra sociedad viciada por la altivez y la soberbia. Sin duda,
se trata de la humildad, una virtud desdeñada por muchos y mal interpretada por
otros. Pues, lamentablemente, la humildad ha llegado a convertirse, para la
mayoría, en un sinónimo de pobreza material. Nada mejor, para descifrar el
verdadero significado de esta palabra, que ir a su origen etimológico. Del
vocablo latino humilitas, compuesto
por la raíz humus que significa tierra en latín y, por el sufijo itas que significa ser. De tal manera, que podríamos deducir que ser humilde significa
ser de la tierra o estar hecho de ella.
Quizá, un recordatorio de aquello que
dice: “...polvo eres y al polvo volverás”, como lo expresa la versión bíblica
Reina Valera (1960) o la versión Dios habla hoy: “...pues tierra eres y en tierra
te convertirás”. Gen. 3:19. Entonces, al referirnos a la humildad, la deberíamos
conceptualizar mucho más allá de la condición de pobreza material, como es la
tendencia universal. En cambio, se trata de una virtud inherente al ‘ser’, una
cualidad del espíritu que puede ser desarrollada por todos, la cual encuentra
su fundamento en el reconocimiento de esa condición de igualdad de nuestra
transitoriedad, nuestro origen y nuestro final como seres humanos, sin hacer
distingo de razas, de credos, o de categorías económicas.
Desde el punto de vista
psicológico, Peterson y Seligman, fundadores de la psicología positiva, nos
hablan de la humildad entre las
virtudes fundamentales que conllevan al ser humano a la felicidad. Exponen que
la humildad surge de la consciencia del ser humano de su valía propia, la cual tiene
como arraigo relaciones sanas, basadas en el amor y la seguridad que éste
provee. Estos autores afirman que las personas verdaderamente humildes no
pretenden ni dominar, ni impresionar, ni mucho menos beneficiarse,
egoístamente, de otros.
Desde la visión del
cristianismo, los evangelios están impregnados de ejemplos de la humildad de
Jesús, también de parábolas que exaltan esta virtud, así como de historias en
las que los humildes fueron bendecidos con sanidades y hechos extraordinarios. Por
una parte, un hecho bíblico que expresa claramente la condición de la humildad
como una disposición del espíritu; es decir, inherente al ser interior, es
aquel que narra el evangelio de San Mateo (18) en el cual los discípulos
discutían quién de ellos sería el más grande en el reino de los Cielos, a lo
que Jesús, discerniendo lo que había en sus corazones les explicó de la
siguiente manera.
Llamó a un niño que se
encontraba cerca de ellos y lo puso en el medio de todos, diciéndoles que
cualquiera que quisiera ser grande tenía que volverse como un niño. Quizá por
esa cualidad intrínseca de la niñez que les permite preguntar a cualquiera
sobre lo que quieren saber o aprender. Quizá por ese reconocimiento inocente de
saberse limitados en sus capacidades y conocimiento. Pues, un niño se acerca a
aquel que puede enseñarle o ayudarle, siempre con su corazón abierto a recibir,
con esa característica propia de la niñez, de reconocer su limitación en el
saber y en el hacer con respecto a sus mayores.
Por otra parte, el apóstol
Pedro en su primera epístola nos habla de la importancia de revestirnos de
humildad en el trato mutuo (5). Así como de vestirnos interiormente con un
espíritu afable y apacible que es de gran estima delante de Dios (3). Su igual,
el apóstol Pablo, en su epístola a la iglesia en Roma (12) les exhorta a que
cada uno debe tener un concepto de sí mismo, pensado con cordura, sin creerse
superior a nadie. Les explica que así como en un cuerpo todos los miembros
están unidos entre sí y cada uno tiene su importancia, de la misma manera debe
ser entre ellos.
Pienso que es tiempo, para los más
viejos, de entender que el rol a desempeñar quizá no sea el protagónico, el que
más miradas se gane, pero si, el de mayor responsabilidad ante Dios; el del
consejero, el del coach que escucha con paciencia para luego derramar
sabiduría. Es tiempo, para los más jóvenes, de asumir el liderazgo,
deslastrándose de ese sentimiento funesto de despreciar la experiencia de
aquellos que les llevan unas cuantas canas y arrugas, así como esa sapiencia
que solo la da el haberse levantado muchas veces, de las muchas caídas, que de
la mano de la soberbia, llevamos todos en esta vida.
En definitiva, quisiera creer
que toda la adversidad que hemos vívido, más allá del dolor que nos ha causado,
ha sido un tiempo propicio para reconocer que la soberbia conlleva
inexorablemente a la destrucción; aun la de aquellos que piensan poseer el poder
para evitar la caída. Pues, siempre, de una u otra manera, el hombre arrogante
es sorprendido por lo inesperado. Dado que la justicia divina es impredecible
en sus métodos y formas, no tiene horario, ni hace acepción de personas. En
consecuencia, los que anhelamos esta restauración y reconstrucción deberíamos
reforzar nuestro carácter; adquirir este vestido nuevo para nuestro espíritu: la humildad.
“Vistanse, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable
misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia”.
Colosenses 3:12.
Rosalía Moros de Borregales.
Twitter: @Rosalía Moros B
Instagram: @letras_con_corazon
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