AL ABRIGO DEL ALTÍSIMO
Si hay una emoción que puede ser devastadora en el ser
humano, es el miedo. El miedo nos corta la respiración; pareciera que aunque
tratáramos de inhalar profundamente, tan solo lográramos atrapar el mínimo de
aire que nos permite mantener las funciones vitales. Respiras y vuelves a
respirar porque las células de tu cuerpo están vivas, pero cada inhalación es
tan corta que tus pulmones se sienten al punto del colapso. Es todo lo
contrario a esa sensación de plenitud que otras veces hemos sentidos mirando al
horizonte enfrente del océano... Donde cada inhalación pareciera introducir en
tu cuerpo todo el aire disponible en el paisaje, toda la plenitud del infinito
azul del océano con el infinito azul del cielo.
En mi caminar, he entendido que el opuesto al amor no
es el odio, es el miedo. El miedo minimiza, el amor engrandece. Cuando sentimos
amor el corazón salta en el pecho, late aceleradamente, pero cada latir inunda
nuestro ser de esa sensación sosegada y tranquila, de pertenencia, de estabilidad,
de seguridad en el futuro. En el miedo el corazón también se acelera, pareciera
que quisiera salirse de su lugar en un grito desesperado. El miedo nos embarga
con una sensación de peligro inminente que nos desploma, nos deja impotentes
ante el poder del adversario, como si la muerte nos saludara cínicamente.
A veces somos asaltados por el miedo, llega sin
invitación, sin anunciarse. Tan solo rompe la armonía de nuestra alma e irrumpe
en nuestro pensamiento. Algunos lo dejamos anidar dentro de nuestro ser; nos
acostumbramos a esa respiración corta de sobrevivencia, a ese latir exagerado
de nuestro corazón que no tiene motivo de fiesta. Otros, solo le abrimos las
puertas brevemente, la mayoría de las veces engañados por sus falacias; hemos
ido adiestrándonos a la lucha en nuestra mente; hemos ido aprendiendo a
discernir cuando los muros de nuestro pensamiento se han caído y el miedo se ha
infiltrado como un intruso.
También cuando el miedo es real, cuando se prenden
todas las alarmas, cuando te obligas a no entregarte a ese intruso perverso que
llegó vestido de invisible o de los colores funestos del odio, la venganza y la
maldad en todas sus formas. He lidiado con este miedo hasta el cansancio,
literalmente he llorado horas en una batalla que me ha dejado exhausta; pero no
le he entregado mi alma a este intruso. Desde el fondo de mi alma he escalado
la montaña de la fe; cuando mis emociones eran mis enemigas, las dejé a un
lado, traté de despojarme de ellas, como el caminante que se despoja de su peso
en la espalda para hacer más ligero el andar.
Y mientras escalaba esa gran montaña, mientras clamaba
desde lo más íntimo de mi corazón, Dios vino a mi encuentro. Trajo a mi memoria
uno de los recuerdos más dulces a mi alma, puso en mi mente las caritas de mis
dos hijos mientras yo los amamantaba cuando eran unos bebés; sus miradas
limpias y profundas; sus sonrisas tiernas que se dibujaban en sus pequeños
rostros que escrutaban el mío con la curiosidad infinita del querer saber.
Con ese recuerdo del amor, todo el miedo se
desvaneció... Y sabiendo que estaba conquistando una montaña, le dije a Dios: _
Señor, así quisiera sentirte en mi vida. Tan cerca de mi como estaban mis bebés
cuando los amamantaba. Quisiera mirarte como ellos me miraban a mi. Quisiera
sentir esa seguridad que tantas veces sentí cuando cada uno de ellos y yo
estábamos tan juntos, tan cerca, tan enlazados, tan perteneciendo el uno al
otro... Y allí, en un silencio infinito, las lágrimas inundaron mi rostro, mi
corazón lloraba como un río caudaloso, mientras seguía contemplando los ojitos
llenos de ternura de mis dos pequeños...
Entonces, sentí ese susurro suave y apacible de Su
voz: _ Tu habitas al abrigo del Altísimo. Me quedé en silencio, sorprendida,
tratando de respirar para vivir el momento con mayor intensidad, para que no se
desvaneciera tan rápido... Entonces, sentí Su voz una segunda vez: _ Eso es
estar a Mi abrigo... Abrazada a Mi, como estaban tus pequeños abrazados a ti.
Alimentada por Mi amor, como fueron tus pequeños alimentados en tu seno. Una
paz indescriptible llenó mi ser, un cansancio que me hizo dormir como una bebé,
un despertar con la convicción de que estoy en Sus brazos.
¡Habito al abrigo del Altísimo!
“El que habita al abrigo del Altísimo
Morará bajo la sombra del Omnipotente”.
Salmo 91:1.
Rosalía Moros de Borregales
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