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Manantiales en el desierto



Dedicado a mi hermana, Gabriela Moros de Ramírez

¡El agua! Ese líquido tan preciado por toda la humanidad, sin el cual no sería posible la subsistencia de la vida en todas sus formas, ha sido objeto de estudio desde múltiples disciplinas de la ciencia; musa de poetas y escritores; exaltada en pianos, violines y guitarras; objeto de la Filosofía y, usada con propósitos religiosos. Así, se considera que aproximadamente el 70% del planeta Tierra está cubierto por agua. Ya en el siglo V a.C. el filósofo griego, Tales de Mileto afirmaba que el agua era el Arjé del universo, la sustancia base en la conformación de todo. En el cristianismo, Jesús comienza su vida ministerial yendo al Jordán para ser sumergido en las aguas por Juan el Bautista. La sonata Tempestad de Ludwig Van Beethoven interpretada magistralmente por Daniel Barenboim nos transporta imaginariamente desde las aguas más apacibles hasta las cascadas más impetuosas. Nuestro maravilloso poeta Andrés Eloy Blanco, en su poema La Cita usa la figura del agua para expresar la frustración de la espera de la amada: "La próxima vez, esperaré a que llueva a chorros; ya te contará la nube cómo esperamos nosotros y nunca sabrás si el agua que te pasó por los labios te la lloraron las nubes o te la llovieron los ojos".

De esa misma manera, majestuosa, inspiradora de vida, que sugiere el gozo más profundo del alma, la figura del agua es usada en las Sagradas Escrituras para describir la obra de Dios en la vida del ser humano. Muy contrariamente a como lo hemos concebido, lejano, severo, y hasta indiferente, Dios se nos muestra con toda la vida que es capaz de producir el agua. En el libro del profeta Isaías encontramos frases como estas: "La tierra abrasada se convertirá en laguna, y el secadal en manantiales de aguas". (35:7). "Cuando se derrame sobre nosotros el Espíritu desde lo alto, entonces el desierto se convertirá en campo fértil y será considerado como bosque". (32:15). Una y otra vez la figura del agua brotando en el desierto es expresada como símil de la obra del amor de Dios en el alma desierta del hombre.

Ese ser humano que hoy nos encontramos a cada paso, incapaz de comprometerse con la familia, ignorante del significado trascendental de la vida de los padres en los hijos. Esos hijos a quienes el dolor de la ausencia les hace llorar constantemente el alma. Ese hombre que alimenta la esperanza del pobre con la mentira de una promesa que nunca cumplirá, pues su propósito mezquino ya está determinado. El que resistiendo la voz de Dios en su corazón encuentra su oasis en el alcohol; la madre que va sola con los hijos que le va dejando el camino a cuestas. La niña que se convierte en madre en la búsqueda del padre que nunca la acarició. Esos que cercenan vidas ostentando un poder temporal como si fuera definitivo y eterno. Los que pretenden apagarle la luz del saber a los jóvenes para someterlos a doctrinas huecas, incapaces de enaltecer al ser humano. Todos, víctimas y victimarios somos como tierra árida sin el agua de Dios.

Estando en el último día de la celebración de la fiesta de los Tabernáculos, en la cual, entre otras ceremonias, se derramaba agua sobre el altar como petición de lluvia para la cosecha, Jesús en su inalterable amor por toda la humanidad y conociendo claramente su propósito en esta Tierra, se levantó y alzó su voz diciendo: "Si alguien tiene sed, venga a Mí y beba. El que cree en Mí, como dice la Escritura: 'De lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva' ". (Jn.7:37-38)

Como siempre, Dios continúa reiterándonos su llamado. Al venir a Él la tierra seca de nuestro corazón se vuelve fértil para el amor; nuestras mentes adquieren la sabiduría que nos lleva a la decisión que enaltece nuestra dignidad, su luz nos señala el camino a seguir, las tinieblas se disipan, y el horizonte se convierte en un reto feliz por la vida.

¡Solo Dios convierte en manantiales nuestro desierto!

ROSALÍA MOROS DE BORREGALES


@RosaliaMorosB

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